
Texto por SILVIO M. SOLÍS SANDOVAL
Primero no me creerán, segundo creerán que estoy con ira y por último, querrán que siga la historia. Bueno, les contaré.
La casa donde vivía contaba con dos piezas, miento, era sólo una. Pues, parecían dos, una cocina, un baño y una sala. No es cierto, la cocina era una habitación, porque uno de mis hermanos tenía su cama allí. La sala – ¿cuál sala si no tenía? – es cierto, era sólo un pasillo. ¿Pasillo? Está bien, lo convertí en mi cuarto, y cómo voy de adentro para fuera, al lado de la puerta estaba la única pieza. ¿Sí, se le puede llamar así? Está bien, no contaba con puertas, pero era la única que parecía.
El caso es que para continuar, el caso es que como ya conocen la cocina, sí, yo me encontraba en ella, frente a una mesa cuadrada de color blanco – pues, antes de sentarme, me aseguré de que fuera blanco – con un par de lindos huevos a mi lado y unas arepitas que me hacían ojitos. Intenté no desconcentrarme mientras escribía para mí tesis de grado en antropología. Así que tomé mi té de pepas de aguacate (aumentan los glóbulos blancos) que tenía al lado derecho y olvidé por un rato los huevitos que estaban del lado izquierdo. En mi espalda estaba una lavadora que parecía de los años de las cruzadas, pero que bien lavaba, entonces era bueno tenerla de museo útil. Al lado de la lavadora y mirando hacia la cama de mi hermano un televisor súper grande, con qué lindo trasero, re-lleno de polvos que creía que si se los quitaban dejaba de funcionar. Al lado de ese televisor un montón de carcasas de computadores, como cinco no más, que a mi hermano le gustaba arreglar y así ganar algo de dinero, sí, dinero. Y yo aquí desde las 10 de la mañana, ya eran las 12, perdiendo tiempo. Bueno, al carajo con el dinero. Continuaré.
En frente de la cama estaba una nevera que compramos en 50 mil pesos, porque la gente desconfiaba y no la quiso comprar. Eso fue en el 2012 y ya teníamos 2018, y aún funciona como último modelo. (Como te quiero, neverita, ya eres de la familia.) Al lado de la nevera más carcasas de computadores, ¡ay mi hermano! Y luego estaba el mesón con apenas dos metros de largo con 50 centímetros de ancho y la estufa (esa sí era moderna de las de 40 mil) funcionaba fenomenal, por lo menos mantenía limpiecita. A todas estas estoy yo escribiendo, cuando me llega un extravagante olor a loción, de las que usan los señores de la tercera edad. Eso es como un olor a hierbas con alguna esencia. No me pude resistir a buscar si se había regado algún alcohol de los que usa mi hermano para los computadores, pero nada. El olor estaba por todo el pasillo o mi cuarto. Me fui directo a la puerta y claro de allá provenía el olor, así que abrí la puerta y ví que a lo lejos desfilaba una señora de unos 40 años con un vestido rojo y contoneándose de lado a lado, como si fuese el final del reinado. Antes de que pudiera decir algo ya tenía una sonrisa en el rostro, pues no sabía que era más gracioso, si la señora caminando como niña de 15 o yo, buscando tan potente olor dentro de la casa.
Ésta es una publicación de VOCES DE RÍO Y MAR, compilación de escritos y poemas de poetas y poetisas contemporáneos de nuestra región.